miércoles, 20 de diciembre de 2017

Frágiles y efímeros

Esta semana está siendo intensa emocionalmente.

En realidad, lo más probable es que no sea una semana distinta a las demás. Lo que pasa es que ahora todo el mundo anda concentrado en las Navidades y, como en la casa de Gran Hermano, todo se magnifica.


Y entonces empiezan a aparecer whatsapps y estados en Facebook donde los amigos y conocidos empiezan a ponerse ñoños, por una parte, o a sacar el hater que llevan dentro, por otra, y describen la Navidad poco menos que como Mordor.

En medio de esto, te enteras de que una pareja de amigos ha dejado su relación y otro par anda en camino. Y una muerte. Un antiguo amigo y compañero de instituto ha muerto, algo para lo que no estabas preparado—¿cuándo lo estás?—, y entonces comienza la reflexión.

Somos frágiles y efímeros pero nosotros, todos, nos empeñamos en creer que somos de adamantium y que viviremos por siempre.

Somos frágiles porque podemos desaparecer por un accidente de coche, una enfermedad, una simple caída o un atentado. Sí, amigos, porque también nos empeñamos en pensar que el Gordo de la Navidad nos puede tocar y por eso compramos los décimos, pero se nos olvida que es mucho más probable morir en un atentado. Cuatro veces más probable, de hecho.

Y somo efímeros. Siempre somos efímeros. Desde un niño de dos años a otro niño de 115, una vida siempre ha sido corta porque el mundo tiene tanto que ofrecer, tanto del que aprender, tanto que experimentar, que una vida nunca es suficiente. Pero nos empeñamos en postergarlo todo, condicionados por esa tradición judeocristiana que nos asegura el Paraíso para más adelante, mientras ahora toca contenerse o anhelar su llegada: ya viviré luego, ya experimentaré después.

Y entonces llega la Navidad. La Navidad, esas entrañablesfiestas que supuestamente celebramos para reunirnos con las personas que más queremos, aunque la mayoría ni las hace entrañables, ni la celebra ni se reúne con quien más quiere, porque ha decidido, inexplicablemente, que el momento de hacer cuentas es justo ese día, el momento de llorar es ese día, y se reúne con quien le imponen, no con quien quiere.

Es como si planeas durante todo el año tus ansiadas vacaciones en la playa y, cuando llegas, empiezas a despotricar del puto calor o la puta arena. ¿¡!?

La Navidad no es el momento de llorar a tus muertos porque ya los lloras cada día del año. Sobre todo, no es el momento porque ahora tienes la oportunidad de reunirte con tus personas más queridas, que también saben llorar todo el año, y lo que necesitan ellas y lo que necesitas tú es sonreír, demostrar que estás presente. No hay que postergar la alegría de compartir un buen momento para después, es ahora, y ¿sabes por qué? Porque probablemente las próximas Navidades no estarás o no estarán.

La buena noticia es que, para hacer las cosas bien, no necesitas un esfuerzo extra ni dinero, ¡es gratis! Así que abraza tu frágil y efímera vida y compártela con los demás. Abraza y besa y quiere mucho a quien tienes al lado y posterga —ahora sí— tu lado ñoño o tu lado hater, que tienes 364 días para eso.

Feliz Navidad.


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